Relata el Historiador Ciego:
"Llegamos a la plaza. Escuchamos que allí, debido a la falta de red de agua potable, el municipio distribuye agua en recipientes. Muchos vecinos se la llevan en bidones de agroquímicos.
Al llegar a la iglesia observamos que muy pocos metros separan la parte de atrás del edificio de una plantación de soja transgénica que se extiende hasta el horizonte. El relato estalla."
En la misma plaza una escultura recuerda a una madre con su niño en brazos.
Sólo una calle de tierra separa las casas de los pobladores del alambrado que marca el inicio de los campos, aquéllos desde los cuáles llega la deriva de los venenos. Cuando se fumiga (hasta no hace mucho se hacía por aire, con aviones, era la época de los "niños bandera". Ahora se hace por tierra) de nada sirve intentar quedarse dentro de las casas. Dolores de cabeza, náuseas, vómitos, problemas para respirar, reacciones en la piel. Son solamente los síntomas externos. Lo que pasa por dentro de los cuerpos de los pobladores es un misterio letal que cuando se manifiesta, tal vez sea demasiado tarde.
En esa calle de tierra, hay una canilla. De allí se abastecen de agua los adultos, los niños, sus animales. Con esa agua se cocina cotidianamente. Sobre esa esquina también llueven venenos. A nadie le importa pese a las protestas ante las autoridades y ante los vecinos de toda la vida, devenidos fumigadores.
Fotos: DocAC/ 2017.
